—Por favor,
piedad, señor…
Dyma no pudo
evitar que una media sonrisa asomara en su rostro. «Piedad». Hacía décadas que
no oía esa palabra en boca de sus enemigos y escucharlo le provocó una
inquietante sensación de victoria que creía olvidada. «Piedad». Él desconocía
su significado. Alzó la bota y la hundió en la cara de aquella patética
criatura sin miramientos. Pisó de forma reiterativa hasta que el crujido se
transformó en un sonido pegajoso y los restos de masa gris se mezclaron con el
humor vítreo de los globos oculares.
Con aquella
súplica aún resonando en su mente, Dyma observó el resultado de su visita. Doce
cadáveres desmembrados. Esperaba que fuera suficiente para que sus rivales
captaran la indirecta. Si no tendría que volver y eliminar directamente la
amenaza a su Hueste. A Mordekai no le haría ninguna gracia, siempre prefería
actuar lo menos posible, mandar señales y que cada uno las interpretara a su
gusto. En este caso, el aviso estaba dado. “El Sádico” había dejado su marca,
la voz de los supervivientes llegaría hasta los oídos que enviaban las órdenes
y los problemas se calmarían, al menos durante una temporada.
Una fuerte
ráfaga de viento barrió la estancia y las nubes se apartaron, dejando que la
luz de la luna se filtrara entre los cristales rotos y las cortinas arrancadas.
Su figura era la única en pie en el centro de la estancia, una sombra negra
envuelta en sus propias alas a modo de capa impenetrable. Era un buen
espectáculo, digno de su nombre. El trabajo estaba hecho. Dyma se asomó a la
ventana rota y miró abajo. Quince plantas. Todavía recordaba su entrada y las
caras de sorpresa de los caídos cuando un ser atravesó volando la ventana y se
lanzó a la yugular del primer tipo armado que localizó. Fue rápido y sencillo.
Las bombillas habían reventado por culpa de los disparos descontrolados y la
única iluminación procedía del exterior. Aunque él no necesitaba más para apreciar
cada detalle del cuarto.
Aspiró el
olor de las armas de fuego, de la sangre y el miedo. Cerró los ojos y centró su
atención en el aroma que le preocupaba desde que sintió el pinchazo en la
espalda. Caminó hasta un rincón y cogió la daga. Le faltaba la punta. Apretó
los labios, su solo contacto le irritó la piel. «Acero de cazador». Era una
mala señal, no sabía que aquellos tipos tenían acceso a algo tan raro y
peligroso. Envolvió el arma en un trozo de tela que arrancó al cadáver que
tenía a sus pies. No le interesaba un objeto que podía herir a los suyos, pero
tampoco era conveniente perderlo de vista y dar la oportunidad a otros de
creerse con la capacidad de dañar a sus hermanos. Aunque Dyma no se consideraba
muy familiar, poner en riesgo el linaje no entraba en sus planes.
Apoyó las
manos en el marco de la ventana y sintió los cristales adentrándose en la carne.
Algo no iba bien. Dio un paso al frente y cayó. Se concentró y percibió los
velos que separan las realidades, cómo las traspasaba a gran velocidad mientras
su cuerpo se precipitaba al vacío, directo a la acera frente al portal del
número veinte de la Avenida Dachny, a las afueras de San Petersburgo, en las
lindes de su territorio. Recordó el tacto de las sábanas, en su memoria mezcló
el olor a ocre con eucalipto, ligeramente aceitoso, visualizó la estancia, las
paredes con el ladrillo al descubierto, las vigas del siglo anterior en el
techo y la alfombra de origen persa que ocultaba un millar de manchas
irreconocibles. Las fachadas de acero y cemento desaparecieron y Dyma aterrizó
en su cama, con el mismo aspecto con que la había dejado aquella tarde. Seguía
deshecha, con la almohada retorcida en medio. Se dejó recomponer durante un
segundo. Aspiró el aroma de los dos, oculto entre los pliegues de las sábanas,
y recobró la fuerza suficiente para incorporarse.
Se quitó la
camisa con cuidado, aunque sabía que era irrecuperable por el corte vertical
que la partía casi en dos, pero la fuerza de la costumbre lo empujó a dejarlo
sobre la silla del dormitorio. Siguió con las botas, los pantalones y la ropa
interior, y se encaminó a la ducha. Sintió un escalofrío de placer cuando su
piel entró en contacto con el agua hirviendo que salía de una pieza de metal y
simulaba una fina lluvia primaveral. A él esas moderneces le traían sin
cuidado, al igual que las reformas o la decoración de la estancia, pero claro,
no era dueño de ese lugar. El vapor lo envolvió y comenzó a enjabonarse. Relajó
los miembros que salían de entre sus omoplatos, dos tenebrosos brazos
esqueléticos que acababan revueltos a sus pies rodeados por un extraño tejido
púrpura. Su larga cabellera formó una cascada de espuma negra y roja, mientras
los restos de sus enemigos terminaban filtrándose por el desagüe. Dyma recordó la época en la que le encantaba
bañarse en la sangre de los caídos, disfrutar de cada fragmento de la derrota
ajena, del momento en que sus ojos aceptaban la desesperación y, aun así,
luchaban por unos segundos de vida, por una bocanada más de aire, por un latido
más. Él era joven y la muerte le apasionaba. Ahora se había vuelto monótona. No,
no era solo eso, era… algo… más…
Dyma se
tambaleó y tuvo que apoyarse de lado contra los azulejos para no derrumbarse.
«¿Qué?». Escuchó pasos de pies descalzos detrás de él y, sin tiempo a
reaccionar, una mano le apresó la nuca.
—Quieto
—murmuró junto a su oreja.
Quiso
forcejear, pero sabía que solo empeoraría la situación y él apretaría con más
fuerza. Se quedó paralizado, lo sentía muy cerca de su cuerpo y su calor
aumentó, compitiendo con las gotas de agua que seguían limpiando los vestigios
de la matanza. De repente, la presión se debilitó y apartó su oscura melena con
la otra mano. Los finos dedos que hacía un instante lo retenían, acariciaron
con la yema cada corte superficial, como si con el simple roce pudiera hacerlos
desaparecer. En realidad, en una hora no habría pruebas físicas de la pelea,
aunque las marcas serían un indicativo de su valor durante unas semanas. El
cuerpo que ocupaba se iba deteriorando más rápido de lo que tenía previsto,
puede que esperar otros cincuenta años para la muda fuera tentar demasiado a la
suerte.
—No tenías
orden de salir esta noche.
Dyma se
mantuvo en silencio, como hacía cada vez que no tenía sentido dar una
respuesta. La mano descendió por su costado, con afiladas uñas que perfilaron
sus costillas y bajaron, bordeando la huesuda cadera.
—Supongo que
tendrías algún recado pendiente, ¿no?
Asintió, y
los finos dedos ajenos se enredaron en el vello, hundiéndose en la carne sin
apartar los labios del lóbulo de su oreja.
—No sabes lo
que me cabrea que trabajes por tu cuenta —dijo el intruso entre dientes, y tiró
ligeramente de su cabello, forzándole a echar la cabeza para atrás. El gesto le
dolió más de lo que pensaba—. Puedes matar a quien quieras, te lo he repetido
mil veces, pero al menos avísame antes, joder.
Dyma seguía
impasible, con la expresión indiferente a pesar del esfuerzo por continuar
erguido, con la mirada fija en las invisibles ondas que ascendían desde el
brazo que lo retenía. Eran las llamas del infierno contenidas en una insulsa
capa humana.
—Habla, vamos
—insistió el otro, con esa media sonrisa que le caracterizaba—. Dilo.
—Sí,
Mordekai.
No pensaba
disculparse, tampoco era eso lo que le estaba pidiendo. Lo que quería era oír
su nombre salir de su boca, que al menos una de las escuetas palabras que
pronunciara ese día fuera pensando en él. Recordaba cuando al principio le llamaba
«maestro», hacía un siglo, provocándole una desagradable risa histérica.
Tuvieron muchas discusiones, con tabiques agujereados y miembros descolocados,
antes de que aceptara esa norma. Al fin y al cabo, él era el líder de la
Hueste, con una veintena de daemons
bajo su tutela, y él, su lugarteniente. Cuando estaban a solas, podía llamarle
como le diera la gana.
Mordekai se
inclinó y rozó con su nariz la base del cuello de Dyma, que permanecía con la
boca entreabierta y los labios separados, a punto de susurrar palabras que no
pensaba dejar escapar de su garganta. Entonces Mordekai bufó.
—Ábrelas
—ordenó, y su Segundo no le hizo esperar.
Dyma
desperezó los músculos de la espalda, un centenar de pequeños y flexibles
huesos que formaban la base de sus alas y, con un gesto de hombros, las
desplegó, haciendo volar miles de gotas carmesíes. Los apéndices que hacía un
instante caían flácidos a cada lado se mostraban ahora en su máximo esplendor,
completamente extendidos. Tuvo que salir de la ducha pues abarcaban
prácticamente el cuarto entero, con las membranas tensas de un tono burdeos
ligeramente translúcido. Él no tenía plumas ni huesos huecos, él no era un
pájaro, sino un dragón.
—Todavía
estás sangrando —observó Mordekai, otra frase que no merecía más atención, pero
su simple apreciación provocó que el ala izquierda temblara y se encogiera—. Y
aquí está la razón.
Dyma cerró la
mandíbula con fuerza, incapaz de disimular el dolor, cuando notó las garras escarbando
entre las cervicales, rasgando el músculo, adentrándose entre los nervios y la
carne.
—¡Ah! —gimió,
seguido de una exclamación de victoria tras él. Mordekai le mostró la razón de
su agonía, lo que le había impedido salir volando del lugar del crimen y absorbía
su energía vital. Un minúsculo trozo de metal, del tamaño de una uña, que
humeaba entre los dedos de su superior. Lo lanzó al lavabo con una curvatura
perfecta.
—La próxima
vez que vayas a pegarte con cazadores, dame un toque, así al menos nos iremos
todos a la mierda a la vez.
—¡No eran
cazadores! —Dyma se giró y lo encaró, libre de cualquier atadura física. Lo que
más odiaba era que le acusaran de no hacer bien su trabajo, debía dejar claro
que él no se había equivocado. Jamás lo hacía—. Eran unos…
—Traficantes,
drogadictos, bandidos, puteros, traidores… —le interrumpió, también le asqueaba
que hiciera eso—. No me importa.
Mordekai lo
acorraló contra la pared, con los brazos extendidos a cada lado. El agua había
aplastado su corta melena rubia y las gotas se acumulaban en la barba de una
semana que crecía sin control. Su boca estaba manchada de sangre negra. Al
parecer, las garras no eran lo único que había hurgado en le herida de su
espalda.
—Si uno de
esos hijos de puta hubiera conseguido clavarte la daga, si tan solo uno hubiera
logrado llegar más profundo entre tus costillas, más allá de lo que he llegado
jamás, yo no…
El enfado
inicial dio lugar a palabras masculladas que se perdían en el eco de la mampara
empañada. Dyma sintió crujir los azulejos debajo de sus manos, al tiempo que el
rostro de Mordekai se aproximaba y buscaba cobijo entre los mechones húmedos de
su lugarteniente.
—Divagas
—dijo el dragón, con la vista fija lejos de su interlocutor—. Siempre lo haces
cuando te preocupas demasiado. No debes hacer ninguna de esas dos cosas.
Como
respuesta, Mordekai empezó a convulsionarse en una risa profunda de significado
ambiguo. Su cuerpo desnudo vibraba contra el de Dyma, que no supo cómo
interpretar la situación, no se le daba bien nada que tuviera relación directa
con su jefe. Bueno, una sí. Alzó las alas y envolvió a ambos, como un
aterciopelado manto escarlata.
—Mordekai —le
llamó en un susurro, y se acercó más, hasta que las gotas que se escurrían
entre sus vientres desaparecieron, evaporadas por el calor—. Mord —repitió,
mordisqueando con los dientes, afilados por la transformación, el lóbulo de su
oreja y bajando por el hueco de su garganta.
Se separó y
sus ojos negros, sin iris ni pupila, se vieron reflejados en otro pozo de oscuridad
del que no tenía nada que envidiar. Mordekai sonrió, mostrando la ristra de
colmillos que ansiaba carne blanda que marcar. Atrapó la boca de Dyma y la
sangre, del mismo color que sus miradas, se mezcló entre sus lenguas. Sus manos
se perdieron por debajo de la cintura, buscando, apretando y tirando, movidos
por una necesidad más antigua que la propia humanidad. Las extremidades del
líder de la Hueste se volvieron ásperas y duras, tomando la forma de escamas
negras que conservaban el fuego contenido en su interior, solo aplacable por
alguien como su Segundo.
El cuerpo de
Dyma cambiaba a cada caricia, más intensa y profunda, con un anhelo casi
doloroso. Alzó la cabeza, con el gesto retenido en un grito silencioso, cuando
sintió las púas de su espalda arañando la pared y la columna vertebral se
retorció debajo de su piel hasta formar la cola de un reptil, más fina y que
manejaba igual que un látigo. Chasqueó en el aire y se enroscó alrededor del
brazo de Mordekai, reduciendo su movilidad, controlando su dominio sobre él. No
se dejaría ganar con facilidad y sabía que eso le excitaba más.
La piel de
Mordekai estaba ardiendo y brillaba con una luz antinatural, que prendía desde
el centro de su pecho y se extendió. A Dyma su contacto no le molestaba, estaba
acostumbrado a las quemaduras. Su jefe, con la fuerza propia de los de su
especie, lo agarró por debajo de los muslos y lo alzó. Lo empujó contra la
pared y las alas que les proporcionaban intimidad se separaron; el calor
acumulado que se liberó de golpe provocó que el cristal del espejo se
resquebrajara. Dyma le rodeó con las piernas y los brazos, recibiendo cada
embestida con el rostro hundido en el cuello de Mordekai, mascando el hueso de
la clavícula que asomaba, tentador, entre los pliegues que se protegían del
cuerpo del daemon. Deseaba
arrancárselo, despedazarlo y triturar hasta extraer el tuétano para sorberlo.
Quería romperlo y devorar cada minúsculo fragmento que contuviera su olor a
eucalipto, tabaco turco y aceite. Desmenuzarlo y hacerlo suyo, para siempre.
Las
acometidas subieron de velocidad. Por un instante la estancia se ahogó en un
suspiro contenido. El oxígeno desapareció y de sus fosas nasales solo salía
humo y palabras en la lengua de sus ancestros. Mordekai aproximó su rostro una
vez más y sus bocas se unieron. Su lengua le abrasó por dentro y cada nervio de
su cuerpo se erizó. Su sabor era tan… Dyma clavó las uñas hasta rozar el hueso
cuando alcanzaron el orgasmo. Sus entrañas clamaban en una danza entre el dolor
y el placer, en una vorágine de sensaciones de las que desconocía su origen y
final, pero que comprendía su razón de ser.
Se separaron
en silencio, sin perderse de vista, y contemplaron la evolución en el cuerpo
del otro, admirando con calma el retorno a su aspecto humano. Volvieron bajo la
ducha y el agua limpió su nueva apariencia. Era difícil discernir entre el
hambre y el sexo, solo ellos podían llegar a comprenderlo y a asimilarlo como
parte de ellos. Porque en la mirada de su jefe, Dyma percibió el apetito voraz
que siempre despertaba en él y compartía. Al principio le costó, pero hacía
décadas que lo había aceptado, desde el momento en que se inclinó frente a él y
agachó los hombros para ofrecerse como su lugarteniente. Porque él era su Segundo
y su confidente; sería su escudo y su espada hasta el final. Daría su
existencia por él. Porque era el fuego que alimentaba al dragón.
Derechos reservados por la autora, Enara López de la Peña / Imagen de InkyDemon
No hay comentarios:
Publicar un comentario