Ella
me ve, ella me llama. Me ve, me llama. Camino, camino y camino. ¿Cuánto tiempo
llevo haciéndolo? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Media vida? Solo me muevo al ritmo de su
voz retumbando en mi mente, su cándida, dulce, melodiosa y acogedora voz. Sigo
el camino sin conocer su final hacia mi hogar; sus brazos, su cuerpo, sus
labios.
El paisaje a mi alrededor cambia de forma gradual. El cemento da paso a la hierba. Los edificios y las calles alumbradas artificialmente quedan atrás en mi andar, dejando que la luna, casi llena, guie mis pasos. Los restos de nieve sucia son lo único que da continuidad a esta realidad de ensueño. No hay dolor, ni cortes superficiales, ni fracturas importantes. Incluso la sed se ha calmado. Permanece latente, pinchando desde lo más profundo de mi garganta, retorciendo mis entrañas, obligándome a encogerme cada pocos kilómetros y buscar cobijo entre mis brazos.
De repente, motitas blancas nublan mi vista y descubro, absorto, que está nevando otra vez. Con más intensidad. Casi me sorprendo ante mi indiferencia, sin abrigo ni cazadora, sin bufanda ni guantes, mi cuerpo se mantiene firme. Debe ser verdad que estoy muerto. El único escalofrío me lo provoca el hambre, punzante y cada vez más insistente.
Sigo. Camino, camino y camino. Me llama, me ve. Es ella. Estoy cerca. Lo sé.
Siento su presencia como un hilo invisible que tira desde el centro de mi pecho, igual que un gusano atravesado por el afilado anzuelo de la necesidad. La desesperación. El amor.
—Mi niño, mi pequeño, mi querido.
El paisaje a mi alrededor cambia de forma gradual. El cemento da paso a la hierba. Los edificios y las calles alumbradas artificialmente quedan atrás en mi andar, dejando que la luna, casi llena, guie mis pasos. Los restos de nieve sucia son lo único que da continuidad a esta realidad de ensueño. No hay dolor, ni cortes superficiales, ni fracturas importantes. Incluso la sed se ha calmado. Permanece latente, pinchando desde lo más profundo de mi garganta, retorciendo mis entrañas, obligándome a encogerme cada pocos kilómetros y buscar cobijo entre mis brazos.
De repente, motitas blancas nublan mi vista y descubro, absorto, que está nevando otra vez. Con más intensidad. Casi me sorprendo ante mi indiferencia, sin abrigo ni cazadora, sin bufanda ni guantes, mi cuerpo se mantiene firme. Debe ser verdad que estoy muerto. El único escalofrío me lo provoca el hambre, punzante y cada vez más insistente.
Sigo. Camino, camino y camino. Me llama, me ve. Es ella. Estoy cerca. Lo sé.
Siento su presencia como un hilo invisible que tira desde el centro de mi pecho, igual que un gusano atravesado por el afilado anzuelo de la necesidad. La desesperación. El amor.
—Mi niño, mi pequeño, mi querido.
Miro
por primera vez a mi alrededor, consciente de donde me encuentro. A pesar de la
oscuridad de la noche, diferencio con claridad las alargadas siluetas de los
árboles, siento la mezcla de tierra y barro a mis pies y, bajo ellos, el suave
palpitar de animales invernando en sus cálidas madrigueras.
—Mi
amado, mi pupilo, mi hijo.
Ella
está con la espalda apoyada en el tronco de un viejo pino. Parece una descendiente de las extintas rusalkas, una ninfa del agua, una hermosa criatura
mitológica. La vampira protege su esbelta figura del viento invernal bajo un elegante
abrigo de pana que aún conserva el olor de su antigua dueña. La dorada melena,
casi blanca, flota a su alrededor como si poseyera voluntad propia y sus
pálidos iris azules me interrogan desde la distancia. Me es imposible
recordarla con mis ojos de mortal, mis sentimientos de humano. Ella solo existe
desde nuestro encuentro nocturno bajo las sábanas de mi antigua vida.
—¿Lo
has hecho? —pregunta, ignorando mis prendas rotas, mi deplorable aspecto y la
sangre reseca.
Agacho
la cabeza y la decepción revolotea como un centenar de mariposas a su
alrededor. Torpes insectos voladores a punto de prender fuego a causa de su
ira.
—No
importa, ella vendrá aquí.
Alzo
el rostro y la miro sin comprender.
—Por
ti, querido. —Sonríe, seductora, y la preciosa rusalka se transforma en un
demonio sediento de venganza—. La caza solo acaba contigo, muerto.
Derechos reservados por la autora, Enara L. de la Peña / Fotografía Manuel Stheim
Madre mía, cada vez escribes mejor. Ya te lo he dicho alguna vez, pero me encanta cómo usas las oraciones cortas para simular pensamientos rápidos.
ResponderEliminar¡Gracias! :) Tal vez me he pasado con las enumeraciones, pero las partes de Alexandr siempre son más mentales y es la forma en que le doy movimiento al texto.
Eliminar"Por ti, querido. La caza solo acaba contigo, muerto". ¡Un final de diez!
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