Fuera empezó a llover. El
olor del cemento húmedo se mezcló con el de los cerezos en flor del pequeño
patio interior que había junto a la cafetería. El silencio se vio enturbiado
por el repiquetear de las gotas contra el cristal de los amplios ventanales,
resonando en las lisas paredes, en los vacíos rincones y en el aire que se había
quedado estancado en los pulmones de la joven humana. Tesh sonrió, recuperando
su habitual tono educado.
—Puedes relajarte, Ariadna —dijo—. Me considero un miembro civilizado de la sociedad. No saltaré por encima de la mesa para arrancarte la garganta ni bañaré con tu sangre el suelo de la facultad. Te dije que sería un desperdicio. Además, no actúo así. Yo no.
—Puedes relajarte, Ariadna —dijo—. Me considero un miembro civilizado de la sociedad. No saltaré por encima de la mesa para arrancarte la garganta ni bañaré con tu sangre el suelo de la facultad. Te dije que sería un desperdicio. Además, no actúo así. Yo no.
“Ya no”.