Llovía a cántaros, y
era la primera vez en esa semana de incesante agua que Siren lo agradecía. Al
menos conseguía disimular el olor del cadáver. El aroma a alcantarilla
desbordada y basura mojada era infinitamente más agradable que los últimos
efluvios de un muerto. Morirse no es limpio; los esfínteres se relajan, se
vomita la cena y se babea sangre. Si el vientre está desgarrado, los intestinos
salen como si hubieran estado metidos a presión y el estómago rezuma restos de
lo que una vez fue algo comestible. Por dentro los huesos son rojos hasta que
se arranca la carne y los órganos vitales, bolsas marrones mal colocadas entre
tiras de piel caliente. La muerte le repugnaba, “y eso que ya no estoy viva”, pensó ella con sarcasmo.
—Nos vamos a quedar sin
pruebas —advirtió a su acompañante.
“Tan
hablador como siempre”. Siren se guardó su comentario, igual
de inservible que la mayoría de sus pensamientos respecto a su compañero, jefe, profesor o tutor temporal. Su maestro se lo presentó como Velimir, sin rangos
ni calificativos extranjeros, algo insólito entre los suyos. En una ocasión
trató de dulcificar su carácter y le llamó Vel.
Solo recordarlo le dolía la mandíbula. Era un tipo alto y fornido, con una
eterna expresión de mala leche que anulaba cualquier intento de entablar una
conversación amigable. Su aspecto de matón, con prendas oscuras y cazadora
negra, tampoco ayudaba. En un mes apenas le había conseguido sonsacar un par de
frases completas, un acto solo posible cuando hablaban de trabajo.
—Está claro que lleva
muerto menos de un par de horas, y con esta lluvia el olor del asesino habrá
desaparecido —insistió ella, molesta. Estaba empapada y quería volver a la
comunidad cuanto antes.
—Eres una inútil. —Ése era
el nombre con el que la había rebautizado, como si dejar atrás el mundo humano
y adquirir el nombre de Siren no fuera suficiente.
Velimir se inclinó
sobre el cadáver, que estaba bastante visible comparado con el de hacía un par
de semanas. Piel pálida, ojos vidriosos, extremidades encogidas y tripas en su
sitio. Para un transeúnte de aquel callejón podría parecer un chaval borracho
dormitando entre cartones, en busca de un rápido refugio de la fría lluvia,
acurrucado contra la pared de un edificio de viviendas abandonado. Ellos eran
los únicos que podían diferenciar a un vivo de un muerto en varios metros a la
redonda. No solo por el olor o la baja temperatura corporal que solía humear en
el aire, sino por algún extraño misticismo que les conectaba con el más allá.
Simplemente, la muerte les llamaba.
—Está desangrado —apuntó
él, señalando las minúsculas incisiones de colmillos en la garganta de la
víctima, ocultos bajo el jersey de cuello alto.
—Bien, fácil, ha sido
uno de los nuestros, ¿y? —Siren cruzó los brazos sobre el pecho y se encogió de
hombros, estaba calada hasta los huesos y aunque ya no sentía el frío como
antes, su lado humano comenzó a tiritar. Debía demostrar su fuerza
continuamente, una pizca de debilidad y su tutor jamás la respetaría. Aún se
avergonzaba de usar los pulmones, pero lo hacía de forma involuntaria. Velimir, a su
lado, no respiraba ni lo necesitaba—. La comunidad es pequeña, no tardaremos
en localizar al culpable. Un rápido interrogatorio en tu cuarto de juegos y fin
del caso.
Sacó el teléfono móvil
del bolsillo del vaquero que se pegaba a su pierna y comenzó a marcar el número
del departamento de limpieza cuando vio que él negaba con la cabeza.
—Es un cazador humano. —Por
un segundo Siren no supo si se refería a la víctima o al agresor. “No es posible”— Un miembro de la Orden
del Voljóv.
—No —exclamó ella, con
el dedo paralizado sobre la pantalla táctil —. No, no, no. ¿Estás seguro?
Se agachó junto a su
tutor, que la miró con el enfado brillando en sus inexpugnables ojos. Le había
insultado, pero por la anormal situación, se lo perdonó.
—Siempre lo estoy —cogió
el aparato que su alumna olvidó sobre la irregular acera y marcó otro número de
teléfono.
Con su sensible oído,
Siren podría haber escuchado la conversación al otro lado de la línea sin
apenas prestarle atención. Su percepción, por el contrario, estaba centrada en
analizar el cuerpo. Un chico joven, veintipocos, pelo corto y ropa de grandes
almacenes. Estudió sus manos, todavía blandas por la muerte reciente, que eran
grandes y callosas, forjadas tras años de duro entrenamiento. Reconoció las marcas
por empuñar un arma y trabajar con ella durante horas, perfeccionando la
técnica. Ella misma las había tenido antes de su transformación. Chasqueó la
lengua cuando le abrió el abrigo de paño azul marino y descubrió la prueba más
evidente de su singular procedencia. Desenvainó una de las dagas y la observó
con cuidado. En la empuñadura estaba el símbolo de la Orden, una alargada V
sobre una estilizada O. “Mierda”.
—Kral, tenemos un
problema —dijo Velimir tras ella.
“Un
problema enorme”. Kral era como denominaban al líder de
su comunidad.
Matar a un humano
estaba prohibido y se castigaba duramente. Matar a uno de los
suyos implicaba la muerte definitiva, que en ocasiones se volvía una bendición
tras una larga sesión de tortura. Matar a un miembro de la Orden, por el
contrario, no tenía nombre. Ellos eran su punto intermedio, el peso que
equilibraba la balanza entre ambos bandos desde hacía siglos, los custodios de
la neutralidad. El cuerpo que acababan de encontrar solo significaba una cosa. “La guerra”.
Derechos reservados por la autora, Enara L. de la Peña / Imagen Daniela Uhlig
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